Una es perla literaria, la otra es perla musical. La primera se nombra salmo y la segunda, gregoriano. La Biblia no es un libro, es una biblioteca, nada extraño que el título griego del conjunto esté formulado en plural, Biblia quiere decir libros. Uno de los más bellos y utilizado es el libro de los Salmos, un conjunto de 150 piezas literarias con estructura de plegaria. La larga historia monacal da fe, los monjes y las monjas han rezado muchos salmos cada día, casi siempre cantándolos. El clero de las catedrales, desde su constitución, los ruegan y actualmente muchos laicos, también.
Los salmos son fruto de muchos y diferentes estados personales de ánimo, así como también de diferentes situaciones sociales: el salmo 37 es deliciosamente bucólico ubicado en un prado pastoril, y el 137 es tristemente angustioso surgido durante la deportación de Babilonia. A aliarse con esta literatura de antes de Cristo acudió, después de Cristo, un canto bastante peculiar, una música austeramente monódica, no polifónica, sencilla y reiterativa, que nunca cansa, y sosiega y eleva.
No todos los monumentos a proteger son de piedra, hay de más inmateriales y no menos preciosos, como este que congrega en la unidad la noble trinidad de salmodia israelita (espiritualidad), lengua latina (concisión) y música gregoriana (austeridad).