Había cortado la lectura del relato antes de tiempo, el relato de los hijos de Adán y Eva, los dos primeros hermanos de la historia, el agricultor Caín y el pastor Abel. Leí que el primero mató al segundo, y no quise saber más. Perdón, Caín. Creía que habiendo sido el primer asesino de la historia no merecías más que el olvido. Pero tú seguiste viviendo; marchaste, vagabundo, hacia la región de Nod, al este del Edén. Yo, que tantas veces había repetido lo de “mientras hay vida hay esperanza”, no esperé ni un minuto a sentenciarte malo absoluto. Fui injusto. No te concedí la posibilidad de cambiar, fue aquello de “tú la has hecho, tú debes pagarla”. Pero cuenta el libro bíblico del Génesis que, después se uniste a tu mujer, y ella dio a luz a Henoc. Y después fundaste una ciudad y le pusiste el nombre de Henoc, tu hijo.
Es asombroso: el asesino de la fraternidad es el fundador de la ciudad. ¿Qué pudo ocurrir de un hecho a otro? Sucedió que un proceso personal le condujo a superar la negatividad y el solipsismo. Nunca damos a nadie por definitivamente perdido, no le negamos a nadie la posibilidad de un proceso. Si admitimos que alguien bueno puede volver malo, ¿por qué no admitir que un malo pueda volver bueno?