El problema no es llorar porque motivos para llorar, en el mundo, los hay en abundancia. El problema es parecido a la pregunta que se formulaba el poeta John Donne: por quiénes tocan las campanas. El tema no es que las campanas volteen sino por quiénes tienen que dar la vuelta; el tema no son las lágrimas sino por quien las tenemos que derramar.
Todo lo humano tiene un límite, tanto la orgía como el duelo. Nuestro psiquismo no puede con todas las posibilidades, atenderlos todas podría conducir a morir por saturación. Se trata, por tanto, de seleccionar. Porque si no, corremos el riesgo de llorar por necedades a cambio de no llorar por causas de gran peso. Otro riesgo sería llorar igual ante una escena de ficción que ante una noticia de actualidad, o sufrir igual por un caído por zancadilla que por un caído por distraído. Si todas las causas valen igual, el peligro es que ninguna llegue a valer.
Creo que es tarea de padres y maestros la de enseñar a distinguir una lágrima por una víctima de una por su verdugo. Urge hoy enseñar cómo distribuir las lágrimas, hay que decir de quién indignarse y por quién llorar.