Todas las culturas han concebido la existencia humana como viaje. Cuando el sujeto sedentario pasa a sujeto nómada, empieza por dejar un territorio, con la ilusión puesta en alcanzar, al fin, un paraíso. La pregunta clave es hacia dónde dirigirse. Como tantos otros compañeros, yo he llegado, en el transcurso de mi vida, a lugares deseados que fueron ciudades, grutas, océanos o altitudes, de los que siempre salí complacido. Pasan los años, y a dónde estoy ahora llegando es a mí mismo, y es en este mí mismo donde ahora mucho pervivo y pernocto. Es en mi misma mismidad que se me van dispensando placeres inusitados: gustar a placenta de madre, oir oscilaciones de líquido amniótico, percibir noches y sueños que antecedieron a mi luz.
Lo que me reporta una sensación hasta ahora inimaginada: a medida que me acerco al término de mi vida, me estoy acercando al inicio de ella. Como si en los frutos viniesen agarradas las raíces, como si agonía y óvulo se convocasen, o epílogo y prólogo se acariciasen, o siembra y siega me invitasen a su boda. Intuyo que el viaje de la vida no tiene estación terminal, es imposible apearse de la vida; como si apagar no fuera distinto de reiniciar, como si morir no fuera más que nacer de nuevo; como si quien me arrojó al mundo fuese el mismo que me aguarda en abrazo. .