Recogí de la vida a veces miel y a veces hiel. Pensaba que era la tierra que naturalmente las había producido y que yo me limitaba a recogerlas. Después he sabido que había recogido miel o hiel porque yo las había puesto. Cuando planté rosales, rosas recogí. Es admirable la capacidad del hombre: en los momentos más bajos, cuando todo a uno le va mal, cuando todas las circunstancias le son adversas, el hombre y la mujer son capaces de sacar fuerzas de flaqueza, de luchar fuerte y vencer. El humano es la especie capaz de renacer cuando todo se da por muerto, de convertir la muerte en un nacimiento, de las cenizas hacer fuego y ser feliz vertiendo lágrimas. ¡Qué maravilla es el hombre! O al menos, qué maravilla, si quiere, puede ser el hombre. Un domingo de febrero de 1994, en torno a las cinco, cinco y diez de la tarde, fui a ver a su casa de la calle Larco Herrera –me estoy refiriendo en la ciudad de Lima– una señora de un 45 años atacada por el cáncer. Aquella tarde me hizo una confesión: “Con la llegada del cáncer, han llegado a esta casa cosas muy, pero que muy buenas. Mi marido se había alejado de mí, y a raíz de esta enfermedad se ha acercado mucho a mí, la armonía se ha recompuesto, volvemos a ser matrimonio. Y yo me había alejado de Dios, y ahora lo siento muy próximo, volvemos a ser amigos”. Extraordinaria es la capacidad del hombre. De la mujer, en este caso. De tela negra es capaz de hacer bandera de victoria.
Cómo distribuir las lágrimas
El problema no es llorar porque motivos para llorar, en el mundo, los hay en abundancia. El problema es parecido a la pregunta que se formulaba el poeta John Donne: por quiénes tocan las campanas. El tema no es que las campanas volteen sino por quiénes tienen que dar la vuelta; el tema no son las lágrimas sino por quien las tenemos que derramar.