Siempre entre dos fuegos: creer y no creer. Siempre me he considerado creyente, pero siempre he tenido que luchar la fe. A la fe la he trabajado al por mayor. La fe me ha sido agradable (en el sentido de satisfactoria), pero no pacífica (en el sentido de quieta).
En mi experiencia religiosa, yo no tengo tanto la sensación de ir hacia Dios, como la de estar atraído por Él, como imantado y abducido. En el juego de la fe, Él siempre, hasta ahora, me ha ganado. Digo hasta ahora, porque el riesgo de mañana está ahí. En la fe se pueden ganar muchas batallas, pero la guerra nunca está decidida. El futuro es siempre incierto, pero por eso mismo, estimulante. La fe, como cantaba Llach, ¿“es penosa lucha” y “no es esperar”? Que es lucha es cierto, pero también esperanza. La fe no dice relación a argumento, sino a confianza. Será por este motivo que me atrae tanto el libro bíblico de Job, el texto más emocionante de una lucha, tan encarnizada como confiada, con Dios.
Ateos y creyentes nos sentimos muy pequeños frente a estos tres frentes: el enigma del universo, el sentido de la vida y el drama de la historia. Por eso, unos y otros hemos mermado el grueso de nuestro propio dogmatismo y nos hemos vuelto más humildes y respetuosos, y eso es bueno.